Teoría del grillo

Plantea Hernando Téllez en la introducción a su libro titulado Diario una pregunta fundamental para entender cómo nace un texto literario o cualquier obra de arte: ¿a quién se dirige el autor?, ¿qué tanto se dirige a su público, y qué tanto está discurriendo consigo mismo?  Esta pregunta le conduce a reflexionar sobre la intimidad del escritor, sobre el velo que el escritor pone entre su pensamiento y la obra que presenta a sus lectores. Con intención de indagar sobre el tema se propuso escribir un diario íntimo, que no publicaría. Nos dice: “Puesto a la tarea, en la primera pausa me pareció absolutamente falsa y sin sentido. ¿Es esta mi propia intimidad?, me pregunté al leer las páginas iniciales. ¿El personaje que habla es mi propio personaje? Y lo que dice, ¿es de manera exacta lo que no quería decir a los demás sino para él mismo? Evidentemente, no. Abandoné así el propósito y continué escribiendo para el público.”

 

En un acto de sinceridad y autocuestionamiento, para tranquilidad de nosotros, sus lectores, Hernando Téllez se sometió a sí mismo a una prueba, a través de la cual buscaba eliminar de su escritura lo que pudiera tener de fingimiento o hipocresía. Y superó esta prueba de la mejor manera, porque al fin de cuentas no encontró qué eliminar.

 

“Un día tras otro estas páginas han caído desprendidas del árbol del espíritu, sujetas a la inevitable ley del despojo”.

 

Del Diario de este autor traemos hoy al Blog de Frailejón una página aguda, concisa, de hermosura intensa, titulada Teoría del grillo. Hernando Téllez nació en Bogotá en 1908 y murió en la misma ciudad en 1966.

 

 

 

 

Teoría del grillo

Hernando Téllez

 

 

Aceptemos la lección del grillo y entendámosla: insistir, persistir. En medio de la languidez, de la negligencia tropical, el grillo nos ofrece un notable ejemplo de pertinacia. No queremos oírlo, tratamos de disipar de nuestra zona auditiva su monótono chillido, su queja de una sola nota estremecida y vibrante. Pero es inútil. Vuelve, vuelve una y otra vez, fiel, igual y constante, por encima de nuestro fastidio. Termina por imponer su fuero musical sin contrapunto. Es el rey del sonido en este caliente bosque. Ningún otro animal alcanza aquí tan completa eficacia en su mensaje. No se le ve. Es el huésped invisible y presente que, con una sola nota, nada más que con una, aniquila todo el vario concierto de los pájaros.

 

Bien avanzada la tarde y ya en el límite crepuscular de las primeras sombras, sus élitros van despedazando como con un agudo estilete, la tibia entraña del silencio. Se diría que en los árboles acaba de instalarse una extraña orquesta que prueba en el mismo instrumento una exclusiva nota. Yo oigo con atención este mensaje único. En verdad, la teoría del grillo podría servir a los hombres, en el supuesto de que a éstos sirviera de algo el ejemplo de sus hermanos inferiores en la escala zoológica. Persistir, como el grillo, parece una excelente norma de conducta. ¿La practican los hombres? Muy pocos. Apenas aquellos que en la historia alcanzan un sitio de privilegio. Los demás no. Los demás se acomodan placenteramente al fenómeno de la dispersión y la incongruencia, del simple derroche vital en propósitos confusos y contradictorios. ¿Cuántos de los seres que aquí se encuentran conocen con precisión absoluta el derrotero de sus vidas, la línea central de su conducta, su propio destino? Si se les preguntara, de pronto, qué buscan, qué esperan, qué desean, casi no sabrían responder. Todos o casi todos estarían dispuestos, a diferencia del grillo, a cambiar de nota, de propósito, de trabajo. Una secreta fuerza, la de la alteración constante de la existencia, los impele al tránsito, a la fuga, a la desviación. En el fondo de ese imperativo categórico de la inconformidad, alienta una incontrolable sensación de tedio. La gran ventaja de los animales sobre la criatura humana es precisamente la de que en ellos no aparece perceptible o por lo menos es muy difícil de advertir, el imperio devastador del tedio. El animal, por el solo impulso de sus reflejos puede llevar a término una tarea que en los hombres requeriría el más extraordinario y fantástico derroche de paciencia y de constancia. Los humanos no pueden competir en fidelidad y persistencia con los animales en el orden de la laboriosidad.

 

Mientras el grillo hace vibrar el aire tibio y lo torna más sonoro y tropical con su queja, la fauna humana que en este lugar se encuentra, trata de perfeccionar su propósito de evasión hacia el placer: el juego, la conversación, el deporte, el paseo, el sueño y el ensueño, el amor, la embriaguez. De un extremo al otro ensayan todas las posibilidades vitales del aturdimiento y del olvido. ¡Qué magnífica oscilación de la voluntad, qué regia solicitación de los extremos! Acaso se pudiera afirmar que en estas almas no hay nada estable, nada fijo, que todas tienden, con similar y secreta angustia, hacia una quimérica dicha, difícil de encontrar y de satisfacer.

 

Entre tanto, el grillo sigue inalterable, irremediablemente fiel en su propósito sonoro, y disponiéndose, ahora como siempre, a su monótona tarea. Nada ni nadie podrían interrumpirla. Inútil imaginar que la precaria voluntad del hombre lograra algo contra la obstinación imperial de este insecto.

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